Opinion
Un fin de semana en el Desierto de Arizona: Diario de una Reportera
Table of contents
Julieta Martinelli, productora senior y reportera investigativa ganadora del premio Pulitzer, pasó dos días en el desierto, mientras investigaba las muertes de migrantes en Arizona junto a un grupo de rescatistas voluntarios llamados Blue Armadillos (Los Armadillos Búsqueda y Rescate de San Diego). En este diario, Martinelli reflexiona acerca de su experiencia mientras reportaba para la más reciente investigación de Futuro Investigates y Latino USA: “Muerte por política: Crisis en el Desierto de Arizona”.
Diario de una reportera
En una cálida mañana de septiembre de 2021, participé con mi colega y productora Jess Alvarenga y un grupo de hombres en una misión de búsqueda y rescate. Nuestro objetivo era caminar más de veintiséis millas, a lo profundo de la parte sur del Desierto de Sonora, en un área conocida como “El camino del diablo”.
Los hombres eran parte de los Blue Armadillos, uno de un puñado de equipos de búsqueda y rescate compuestos únicamente por voluntarios que trabaja en la frontera sudoeste. Con frecuencia van a dónde muchos no se aventuran: al más remoto y peligroso terreno desértico. Ahí, buscan a gente que ha desaparecido mientras intentaba migrar a Estados Unidos.
Cruzar el desierto es un viaje extenuante. La gente ha de caminar más de una semana en temperaturas extremas, con escasas o nulas fuentes de agua natural. Un factor que exacerba aún más el riesgo de emergencias médicas y de muerte es la imposibilidad física de cada persona de cargar la suficiente agua como para mantenerse adecuadamente hidratada durante un viaje tan largo y agotador. Muchos de los activistas con quienes hablamos dicen que la gente no entiende cabalmente la severidad del viaje. Muchos no lo sobreviven.
Antes de nuestro viaje, Ángel Martinez, uno de los líderes de los Blue Armadillos, nos advirtió que un viaje largo en el desierto puede causar gran daño al cuerpo de las personas por su intenso calor. Un voluntario local que prefirió no ser identificado fue crucial en la planificación de este viaje. Él recomendó que intentáramos “entrenar como si lo hiciéramos para una maratón”. Nos dio una larga lista de instrucciones y de artículos que deberíamos traer. Incluía tabletas de sal electrolitos, medias que absorbieran la humedad, botas altas de montañismo que fueran una talla más grande de la que usamos típicamente, para que pudiéramos meter nuestros pies hinchados y para que nos protegieran los tobillos de las mordeduras de serpiente y, por último, pinzas. Más tarde, aprendería que eran para quitarnos las dolorosas espinas de los cactus cholla.
A las cuatro de la mañana del 17 de septiembre de 2021, nos encontramos con los Blue Armadillos a la entrada de una gasolinera en Ajo (Arizona). Salimos rumbo al sur hacia el Organ Pipe National Monument para comenzar nuestra búsqueda.
Ya en las primeras millas de nuestra caminata, me di cuenta de cuán poco preparadas estábamos. Ese día, las temperaturas habían alcanzado unos abrasadores 43 grados centígrados. Pero uno de los voluntarios nos explicó que el calor, que irradiaba del suelo y de las rocas que trepábamos, hacía que la sensación térmica fuera casi cuatro grados más calurosa. Con nuestras reservas de agua, suministros y equipo de grabación, cada una de nuestras mochilas pesaba bastante más de treinta libras.
Comencé a hundirme bajo el peso de mi mochila. Me sentía como si vadeara en el agua.
Al comienzo de la caminata, me lesioné la rodilla cuando la arena se abrió bajo una de mis botas y dio lugar a un hueco de treinta centímetros de profundidad. Uno de los miembros de Blue Armadillos explicó que las ratas de abazones crean intrincados sistemas de túneles subterráneos. Debido a que frecuentemente cubren las bocas de sus madrigueras, evitarlas es una cuestión de suerte. Serpientes, arañas y otros animales usan los túneles para escapar del calor, así que, además de una lesión, también corres el riesgo de que te muerdan.
Unos minutos después de mí, también se cayó uno de los voluntarios. El hueco en el que metió el pie casi le llegaba a la cintura. Pensé en lo fácil que es para una persona lesionarse de repente, y cómo una lesión puede hacer más lento a todo un equipo. Jess y yo teníamos suerte de estar con los Blue Armadillos, que ajustaron su paso al nuestro. Pero la gente que cruza la frontera no tiene ese lujo. Andar a un paso más lento puede conllevar un riesgo de arresto a manos de la Patrulla Fronteriza o quedarse sin agua y comida antes de que el viaje culmine. Muchas veces esas lesiones llevan a que la gente sea abandonada por los guías con los que cruzan. No me puedo imaginar el inmenso miedo que debe sentir una persona lesionada de ser dejada atrás.
Mientras avanzaba el día, el calor de la arena se abrió paso a través de las suelas de nuestras botas. Incluso con las herramientas correctas y toda la preparación de antemano, no puedo explicar en cuántas ocasiones me sentí convencida de que mi cuerpo no sería capaz de dar otro paso. Lo mal que racioné mi agua. Y aun así el desierto se extendía delante de mis pies.
El terreno abrasador y sin sombras era interminable. No había manera de escapar del calor.
Luego de varias horas de caminata, sentía que había perdido el control de todas mis funciones corporales. Gonzalo, uno de los voluntarios, intentó darme conversación cuando notó que mi mirada comenzaba a perderse en el vacío, pero no me quedaba energía para formar palabras. Recuerdo haber murmurado algo y haber clavado la vista en una cadena montañosa en el horizonte. Nos habían dicho que ese era nuestro destino, pero sin importar cuánto camináramos, parecía que no nos acercábamos. En par de ocasiones, encontramos unos secos arbustos espinosos y nos acostamos unos minutos bajo lo que quería hacerse pasar por sombra. Recuerdo que un lagarto me corrió por el pecho y pensé: “bueno, por lo menos no es una serpiente”.
Al acercarnos poco a poco a las montañas, estaba tan cansada que olvidé todas las advertencias y me adentré en un campo de cholla. Las espinas de estos cactus son atraídas por el calor corporal y “saltan” y se te enganchan en la piel. Las espinas, que tienen la forma de la letra “J”, se me clavaron en los muslos, el fondillo y la espalda.
Olvidé la primera regla de la cholla: “no se toca”.
Al tratar de sacármelas, se me engancharon a las manos, la muñeca y el brazo. Uno de los voluntarios, Don Ramon, me las arrancó con pinzas. Dolió. Me mordí la lengua, avergonzada de que casi estaba a punto de llorar (más que nada por la frustración). Pero no había agua para las lágrimas. Me untó una crema encima de las pequeñísimas heridas. Seguimos caminando.
A medida que el sol continuaba castigándonos, los chistes y las conversaciones se extinguieron. Los Blue Armadillos caminaban en silencio: acalorados, acalambrados, cansadísimos. Con el agotamiento, pensé en cuán aterrador debería ser estar aquí a solas. Cada año, cientos de seres humanos se arriesgan y sufren aquí mientras salen a la búsqueda de un futuro incierto. Cuánta fuerza y fe han de tener para continuar adelante.
Sin los Blue Armadillos, sus consejos, ayuda y apoyo, estoy convencida de que Jess y yo jamás habríamos sobrevivido el fin de semana. ¿Cómo la gente —niños, familias— puede sobrevivir una semana en estas condiciones?
Al atardecer, por fin habíamos llegado a nuestro destino. Aquí, los Blue Armadillos se dividieron en equipos de dos y se esparcieron a lo largo de un radio de cinco millas para buscar a un joven de Honduras llamado Johnny. Los parientes del desaparecido les habían dicho a los voluntarios que Johnny había sido abandonado por un coyote cerca del pie de estas montañas, luego de haberse lesionado. Jess y yo nos quedamos a la zaga con dos voluntarios y armamos el campamento cuando comenzó a oscurecer.
Nos quitamos los zapatos y encontramos nuestros pies hinchados, con grandes ampollas rojas y sangre entre los dedos. Un día de caminata: eso es todo cuánto habíamos hecho, y nuestros cuerpos ya se estaban desmoronando. ¿Cómo es posible que alguien salga de aquí con vida? Antes de venir, no tenía idea de hasta qué punto tan sólo un día podría provocar este nivel de agotamiento.
Pero esto no es como ninguna otra caminata cualquiera. El poder del desierto era evidente en ese momento. Y aun así, la gente tiene que sobrevivir días y días de esto, con menos suministros, menos preparación y con el temor de tener que evadir las rutas de la Patrulla Fronteriza.
Al rato, cuando el resto del grupo regresó, contemplamos su paso lento en la distancia. Sus rostros reflejaban el cansancio y la derrota. No habían encontrado al joven que buscaban. Rubén, uno de los Blue Armadillos, me reventó las ampollas de las plantas de los pies. Distribuimos vendas para cubrir nuestras heridas y compartimos sorbos de agua.
Esa noche, pusimos nuestras bolsas de dormir en un círculo. Los voluntarios repartieron pupusas y carnitas frías que sus queridas esposas les habían preparado en casa antes de salir de California. Todos guardaban silencio, sentados en la desilusión compartida del fracaso de la misión. Pensé en la llamada que tendrían que hacer al día siguiente a la familia del joven. ¿Cómo reaccionarían su mamá, su familia, sus amigos? Esta era su última esperanza, y era un fracaso.
Yo también sentía que yo misma era un fracaso.
Esa noche noté que Rubén había estado de pie en el mismo sitio durante un rato, mientras miraba al suelo. Nuestras miradas se encontraron y me hizo seña que me acercara. Estaba frente a un enorme hormiguero, y me pidió que lo observara. Luego de unos minutos en silencio, dijo que le encantaba ver a las hormigas trabajar: cómo laboraban juntas, cómo cada cual interpretaba su papel y esa habilidad suya de cargar un lastre pesado.
— Las hormigas son maravillosas —dijo.
Respondí que yo quisiera que los humanos también fuesen así.
—Tan sólo concéntrate en tu propia carga —me dijo. Luego me dejó ahí parada, a solas.
Esa noche dormí bajo la clase de cielo estrellado que sólo se puede ver en el desierto. Si alguna vez has estado en los “pueblos de noche cerrada”, sabes exactamente a qué me refiero: es un espectáculo increíble; puedes ver hasta la Vía Láctea, y si te pones de suerte a lo mejor va y pescas un cometa que arde en su paso fugaz por el cielo.
Me sentí infinitamente insignificante.
Sabía que tenía que descansar para el largo viaje que nos esperaba al día siguiente. Pero mi mente estaba con quienes habían caminado el mismo suelo en el que estaba acostada, quienes tal vez incluso habían muerto aquí. Y pensé en las hormigas, en los Blue Armadillos y en nuestra responsabilidad como periodistas con consciencia.
Hay una gran discusión pública acerca de la ética del periodismo y nuestro deber con la neutralidad. Existe la creencia de que una buena reportera es tan sólo una espectadora, separada de su trabajo y, por tanto, de la gente acerca de la que reporta. Pero, para mí, algunas cosas siempre han estado más claras que el agua: una cosa es la legalidad y otra cosa es la humanidad. En el medio, hay gente de carne y hueso cuyas vidas están en riesgo.
Nadie debería exhalar su último aliento solo en un desierto en una búsqueda de un mejor futuro. Tantos tenemos más de lo necesario, mientras que hay tantos que no tienen lo suficiente. Cuánto quisiera que los Blue Armadillos y los grupos que hacen su labor voluntaria en el Desierto de Sonora no tuvieran que cargar con este peso en sus espaldas.
Pero, hasta que eso no sea necesario, me alegra saber que están aquí, como las hormigas que miramos esa noche.
Cargando su parte de la labor.
Epílogo
Ese domingo, luego de dos días y una noche en el desierto, comenzamos el regreso a Ajo. A diez minutos de nuestro trayecto en una polvorienta carretera de tierra, la furgoneta de los Blue Armadillos se detuvo de repente.
—El olor a muerte es inconfundible —explicó uno de los voluntarios mientras se metía pies hinchados a la fuerza en las botas.
Nos esparcimos y buscamos bajo arbustos secos, árboles y zanjas a la vera del camino durante más de una hora. Entonces, alguien envió una señal a través de la radio. Pensaba que había encontrado un hueso humano: tal vez de una pierna, fue la hipótesis de alguien más. Buscamos a nuestro alrededor a ver si encontrábamos más restos, pero no tuvimos suerte.
Hubo un debate acerca de si ese hueso era humano: uno de los voluntarios tomó una foto, escribió las coordenadas de GPS y contactó al condado de Pima. Dejaron el hueso exactamente donde lo habían encontrado y lo marcaron con cinta fluorescente.
Casi un año después de este viaje, volví a revisar el mapa de restos humanos de Fronteras Compasivas, una organización que mantiene un récord completo de todas las muertes en el desierto de Arizona. Yo también había escrito las coordenadas. Y ahí estaba el hueso, identificado por el examinador médico como humano. Sin nombre, sin género, una persona más sin identificar. Espero que un día estos restos encuentren su camino de vuelta a sus seres queridos, a donde pertenecen, y que, por fin, sean enterrados y honrados del modo que merecen en su hogar ancestral.