Reporter’s Notebook
Lo Que Dos Migrantes Mexicanos me Enseñaron Sobre Amistad y Resistencia: Un Diario de Reportera
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Entrada
Mario y yo pasamos toda una mañana juntos frente a frente, mientras yo sostenía un micrófono para entrevistarlo. Cubrimos todo el cuestionario que llevaba preparado. Al final, aún sentía que mi presencia no resultaba del todo cómoda para él.
Hasta que subimos al auto y empecé a manejar.
Fue difícil convencer a Mario de que me recibiera. Él tenía miedo. Hacer pública su historia pondría en peligro a su familia en México. Me pidió que omitiera algunos detalles sobre su lugar de origen, y que no publicara su verdadero nombre. A cambio, no entrevistaría solo a Mario, sino también a Diego, su mejor amigo. Estos no son sus nombres reales, sino unos que decidimos usar en nuestro equipo. Durante los meses que duró esta investigación, les llamamos siempre Diego y Mario, incluso en nuestros archivos y reuniones internas.
Durante varias semanas antes de mi viaje, traté de ganarme la confianza de Diego y Mario, de 36 y 29 años, en conversaciones por teléfono. Aun así, solo durante ese trayecto en el auto, después de la entrevista, Mario empezó a soltarse. No sé si fue el movimiento o el hecho de que ya no había un micrófono entre nosotros.
Mientras manejaba, Mario me preguntó si mis abuelos seguían vivos. Cuando le respondí que no, me dio sus condolencias y recordó a los suyos. Su abuelo había fallecido dos meses antes, me dijo. Mario calculaba que tenía unos 110 años.
Recuerdo que me impresionó la edad del abuelo. “Es que anteriormente, comían muy diferente que ahorita”, me dijo sobre la salud de sus ancestros, oriundos de un poblado indígena en el sur de México, donde Mario también nació y creció. “Comían las verduras que salen del campo, chayote, frijol, maíz. Ahorita todo lo que consumimos trae químicos”.
Avanzábamos en una carretera larga y plana. En este sitio, las casas estaban muy dispersas. Varias tenían banderas confederadas en sus porches. Vi muchas iglesias. De vez en cuando pasaban junto a nosotros camiones cargados con troncos de madera. Mientras hablábamos sobre México, pensaba en cómo estos hombres habían terminado en un sitio tan distinto al que crecieron.
La vida de Mario ha dado muchas vueltas. No pudo estar al lado de su abuelo para despedirse. Desde hace cinco años, vive en una ciudad de menos de 10.000 habitantes a casi 2.000 millas de su hogar. Sin su familia, ha formado una nueva vida aquí. Conoció la nieve, aprendió a manejar y poco a poco adopta algunas palabras del inglés.
Mario no soñaba con vivir aquí.
En 2018, vivía en México, en una casa de láminas de aluminio, que él mismo había construido. Sentía que no tenía una posibilidad real de construir una mejor vivienda para sus hijos y su esposa. Entonces, obtuvo una visa para trabajar en Estados Unidos como agricultor durante seis meses. Parecía una oportunidad excelente: tendría un ingreso mucho más alto que en México, vivienda y comida garantizadas como parte del programa. Y no vendría solo. Su amigo Diego también se sumaba a la aventura.
Pronto, Mario entendió que la vida del campo en Estados Unidos era muy diferente a su tierra natal. En México, él creció cultivando café, maíz y aguacate. En Estados Unidos, la escala de la industria agrícola –y el uso extensivo de pesticidas– era algo desconocido para él.
Mario era consciente de lo que implicaba el cambio de país. Se despidió de su familia convencido de que volvería a los seis meses. Sus empleadores en Estados Unidos truncaron abruptamente esa aspiración.
Un trabajo decepcionante
Como parte de las reglas de la visa H-2A, los empleadores debían dar a sus trabajadores casa y comida, además de pagarles sus salarios. Cuando Diego y Mario llegaron al rancho donde trabajarían en Carolina del Norte, empleados de la empresa los trasladaron a una casa abandonada con colchones llenos de pulgas, les robaron sus salarios y los amenazaron con confiscar sus pasaportes.
- Para saber más, escucha el primer episodio de nuestra serie “Head Down”
Mario y Diego pasaron hambre y miedo durante varios días, hasta que lograron escapar.
Terminaron en el pueblo donde viven ahora por una razón casi fortuita. En Estados Unidos, los trabajadores con visas H-2A solo pueden laborar para las empresas que los trajeron. Si escapan o renuncian, pierden su estatus legal. Diego y Mario no tenían una red de apoyo en Estados Unidos, dinero ni estatus. Estaban desesperados. Hasta que Diego recordó que tenía un conocido en el país y lo contactó. El amigo les dijo que los recibiría en la ciudad donde estaba viviendo.
Cinco años después, Mario y Diego siguen viviendo en esa pequeña ciudad. Después de la entrevista, visité con Mario un pueblo cercano, a unos 30 minutos en auto. En el pueblo, paramos en una pequeña tienda con productos mexicanos, una de las pocas de por allí. Mario va a la tienda varias veces por semana, para averiguar en cuánto está el cambio de dólares a pesos mexicanos. Si ve que le conviene, hace la transferencia y de inmediato avisa a su esposa. Esta es la única tienda con servicio de envío de dinero cerca de su casa.
Desde que se mudaron a esa ciudad, Mario y Diego han trabajado en la cocina de un restaurante mexicano. Solo tienen un día libre a la semana. Lo usan para hablar largo con sus esposas. A veces, juegan al fútbol con otros amigos migrantes. Durante mi visita, Mario estaba emocionado. Después de cuatro años en el restaurante, por fin les darían una semana entera libre. Sus planes eran visitar un zoológico.
Mi visita ocurrió en pleno verano. El calor era intenso, pero la ciudad tiene grandes parques y lugares naturales para visitar. Mario y Diego no los conocen. Ellos enfocan casi todo su tiempo en ganar dinero para enviarlo a sus familias en México. Viven en una modesta casa junto a otros compañeros de trabajo. Se mantienen con muy poco y se brindan apoyo mutuo. Ambos me dijeron que solo se tienen entre ellos como su familia fuera de casa.
“Aquí todos pues venimos casi del mismo lugar. Entonces es un poquito más fácil socializar. Muchos no hablan el español bien, nosotros hablamos en nuestras lenguas”, dice Diego. A diferencia de Mario, quien es serio y reservado, Diego es carismático y hablador.
Mientras los grababa en su vida diaria, pensaba en la comunidad que han formado estos hombres, y en cómo esta pequeña ciudad poco a poco va poblándose de gente como ellos, dispuestos a trabajar y a vivir en el Estados Unidos rural. En este país, he aprendido como reportera que tanto migrantes como estadounidenses prefieren vivir en grandes centros urbanos, que ofrecen oportunidades. Al estar aquí, en ciudades pequeñas, estos migrantes están contribuyendo a las economías y costumbres locales.
Es inevitable pensar también en lo mucho que estos hombres han perdido. Me conmovió cuando Mario me mostró el video de la graduación de su hija en su celular.
“¡Es ella!”, me dijo, mientras apuntaba con el dedo a una joven alta de toga y birrete, caminando a recibir su diploma.
Mario y Diego se apoyaron el uno en el otro para sobrellevar el profundo trauma que supuso su llegada a Estados Unidos.
“Él me ha enseñado a hacer planes en grande y ahorrar, a no malgastar el dinero. Es mayor que yo y es más serio que yo”, dijo Diego, mientras miraba a Mario con una sonrisa cómplice. A Mario siempre le ha impresionado la capacidad de aprender rápido de Diego.
Hoy, estos amigos son como hermanos. Juntos han tomado quizás las decisiones más importantes y arriesgadas de sus vidas: venir a Estados Unidos, escapar del horror que atravesaban en la finca donde trabajaron y no callar ni bajar la cabeza. Juntos demandaron a su antigua empresa, la que los empleó en el programa de visas H-2A, y a la persona que los reclutó para ese trabajo en Estados Unidos. Aunque no admitieron culpa, los acusados tuvieron que pagarles a Mario y Diego poco más de USD 10.000 a cada uno por los daños causados.
Ahora, Mario y Diego decidieron nuevamente no callar. Compartieron su historia conmigo y con el resto del mundo. Ha pasado ya la tormenta. Hace poco, ambos obtuvieron nuevas visas en Estados Unidos para personas que han sufrido tráfico de personas. Después de estos años, por fin imaginan un futuro posible junto a sus familias. No dudo que lo van a conseguir.