Lo reclutaron en México para trabajar en EEUU por seis meses. No ha visto a su familia en cinco años

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Published on: April 21, 2023

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  1. Diario de Reportera
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Diario de Reportera

La primera vez que hablé con Valeria, escuché su voz dulce, amable, también temerosa de qué información compartir. Nos enviamos mensajes de texto durante un mes. Su esposo Diego me ayudó a convencerla para que hablara conmigo. 

Viajé durante varias horas para verla. Nos encontramos en septiembre de 2022, en su casa en una ciudad del sureste de México.

En la región donde vive Valeria, el aire huele a tierra mojada, sobre todo al amanecer. Las noches son muy húmedas y frías. La neblina desciende y le da un aire mágico, casi místico a sus calles y parques.

Valeria me abrió la puerta con una amplia sonrisa. En la casa estaban sus dos hijos, una niña de 9 años y un niño de 4. El pequeño de inmediato me jaló de la mano y me presentó a sus gatitas que jugueteaban por toda su casa. Me dijo sus nombres. Me explicó que una era suya y la otra de su hermana. La niña estaba parada sobre un banquito, para alcanzar la estufa en donde ayudaba a su madre a hacer unos pancakes para el desayuno. 

Cuando la comida estuvo lista, los niños se sentaron a desayunar. Mientras comían, veían la película Kung Fu Panda en la televisión y se reían a carcajadas. 

Aproveché cuando los niños estaban entretenidos para preguntarle a Valeria sobre su esposo, Diego. Sus ojos se llenaron de lágrimas casi al instante. Dijo que ella lo extraña mucho, que siente el vacío que él ha dejado en sus vidas y le pesa mucho no estar a su lado. 

Durante meses Valeria temió por su vida y la de sus hijos. En 2018, Diego obtuvo una visa H-2A y viajar a Estados Unidos para recolectar arándanos en Carolina del Norte. Ambos decidieron que esa sería una forma de ganar más dinero y mejorar la economía de su familia. Solo unas semanas después de llegar a Estados Unidos, Diego escapó del rancho donde estaba trabajando. Allí, vivió bajo condiciones insalubres, y padeció explotación laboral. 

Poco después de escapar, Diego recibió una llamada de la persona en México que lo había reclutado para el rancho en Estados Unidos. Valeria recuerda las palabras de Diego cuando la llamó para contarle. “Fue una amenaza”, le dijo. “O sea, te vas pero pues atente a las consecuencias”. 

Ella estaba en una posición más vulnerable que su esposo. Valeria vive en México, tiene a la hija mayor a su cargo y entonces estaba embarazada de su hijo menor. Por ese miedo, ambos esposos nos pidieron que no dijéramos en esta investigación sus nombres reales. Les llamamos, para identificarlos, Diego y Valeria. 

Diego es uno de los miles de agricultores provenientes de México que viajaron a Estados Unidos como parte del programa H-2A. Es también uno de los miles que han sido víctimas de abusos y robo de salarios. Quienes los emplean están obligados a cumplir con ciertas condiciones. En la realidad, muchos empleadores amenazan a sus trabajadores con deportarlos, si no hacen todo lo que les piden, aceptan vivir en condiciones terribles y con mucho menos salario del que les prometieron.

Grabé mi entrevista con Valeria en el cuarto de su hija. Sobre un mueble de madera hay una fotografía de la niña con Diego. En 2018, cuando él se fue a Estados Unidos, todos en la familia creían que estarían lejos solo seis meses. Desde entonces, no ha podido regresar a México. Decidió quedarse en Estados Unidos y luchar por una visa especial para migrantes que han sido víctimas de tráfico de personas. 

La hija atesora esa foto con su papá. Primero, me la mostró sonriendo. Después, comenzó a llorar. Sonreía, e intentaba contenerse. Me dijo que extrañaba mucho a su papá. El día cuando hicieron la foto habían ido a la feria, se habían subido a los caballos y la habían pasado muy bien. 

La niña intentaba calmarse. Casi en un susurro, sin levantar la vista de la foto que sostenía en sus manos, me dijo: “Yo solo quiero estar con mi papá”.

Su hermano menor la observaba. Puso su manita sobre la de ella, y la apretó. El niño y su papá nunca se han visto en persona. Solo han hablado por videollamada, desde que nació. Él también me dijo que añora encontrarse con Diego.  

Para Valeria y Diego, separarse fue una decisión difícil. Cuando Diego se enteró de que ella estaba embarazada, le acaban de avisar que le habían aprobado el reclutamiento para trabajar en Estados Unidos. Entonces, ambos debieron decidir si él viajaría a otra ciudad de México para solicitar su visa H2-A. 

Valeria tomó la delantera. “Fue ponerme frente de él y decirle: ¿Sabes qué? Vete, no te preocupes”, recordó ella.

El día cuando nació su hijo menor, Valeria estaba de compras. “Fue muy chistoso”, me dijo entre risas. Era el fin de semana cuando las tiendas anuncian sus mejores ofertas del año en México. Diego se las había ingeniado para enviar el dinero suficiente para que ella comprara una lavadora nueva y un colchón, que le harían falta con el nuevo bebé.

Cuando comenzaron las contracciones, Valeria estaba en el supermercado con su mamá y su hija. Acababan de comprar la lavadora y el colchón. Les faltaba pagar y que les entregaran la garantía. 

Su mamá de inmediato se dio cuenta de que Valeria no se sentía bien. Quiso irse con ella al hospital, pero Valeria le dijo que se quedara. Alguien tenía que recoger las cosas, porque el señor que les ayudaría con el transporte ya estaba llegando.

En ese momento, Valeria llamó a Diego. Le contó que su mamá y la niña esperarían las cosas que compraron. Ella se iría al hospital, para tener a su hijo. Entonces Valeria abordó un taxi. Sin poder hacer más, Diego le pidió: “Le dices (al taxista) que vaya despacio”.

Valeria me contó la escena a carcajadas. “¿Estás bien?”, preguntó el taxista. “Es que ya va a nacer mi bebé”, respondió ella. El hombre se asustó mucho. Condujo rápido, con cuidado de no caer en baches, una proeza en las calles maltrechas de las ciudades pobres del sur de México.

Al cabo de un par de horas, Valeria volvió a llamar a Diego, ahora con el bebé en los brazos. Así fue como Diego y su hijo se conocieron. Y así han mantenido su contacto. No han podido abrazarse ni una sola vez.

Durante toda su vida, Valeria ha vivido en la misma región. Allí también conoció a Diego, en una panadería donde ambos trabajaban. Eran pobres. Al principio vivían con la mamá de Valeria, en una casita muy humilde, de lámina y madera. 

El principal objetivo de Diego, dijo Valeria, fue darle a ella y a sus hijos un mejor lugar para vivir. Y lo hizo. Casi todo el dinero que ha ganado trabajando en Estados Unidos lo ha mandado  para que ella construyera una casa en un terreno que les donó su familia. 

Ahora ya no tienen que dormir todos en la misma habitación pequeña, donde se colaba el frío. La pareja y cada uno de los niños tienen su propia habitación con su baño. Hay espacio para que los niños corran y jueguen. La casa es de ladrillo y cemento, ya no de lámina y madera. Tiene dos pisos, agua entubada, energía eléctrica y electrodomésticos.

Valeria suele llevar a los niños al centro de la ciudad para que corran en el parque. Les compra un algodón de azúcar, corren entre los árboles, persiguen palomas, mientras ella los observa. Una parte de ella es muy feliz ahí, en su país, entre su gente. Otra parte añora pronto estar junto a su esposo, en Estados Unidos.

El proceso legal que él lleva les brinda una oportunidad de reunirse con él allá, como familia. Valeria sabe que será un reto para ella y para sus hijos, por las barreras culturales y el idioma. Los niños, al contrario, me dijeron que quieren irse y no tienen miedo.

Solo les resta esperar, disfrutar lo que tienen ahora, y hablar con Diego todas las tardes. Durante los días que pasé con ellos, presencié varias de esas llamadas. Diego los saludaba sonriente desde el otro lado de la pantalla del celular. Mientras, los hijos se ponían tras Valeria y peleaban entre ellos, para que sus caras también se vieran en la pantalla y pudieran saludar a su papá.

A unas cuadras del parque donde Valeria juega con sus hijos está el estacionamiento donde se reúnen hombres como Diego, listos para abordar autobuses y partir a Estados Unidos. Allí llevan sus maletas y comienzan un largo viaje hacia el norte. Muchos de ellos no saben a las condiciones precarias a las que se enfrentarán.

En el pueblo, me dijo un reportero local, estos viajes son un secreto a voces. Todos saben que estos hombres van al norte, que son los reclutadores locales quienes deciden quién irá, aunque nadie responde quiénes son esos reclutadores, cómo se les contacta, ni dónde. 

En los establecimientos donde se ofertan los trámites para las visas H-2A hay personas que vigilan, todo el día. Vigilan a todo el que se atreva a preguntar. Si les parece que eres un candidato a trabajador temporal en el campo, te darán información. Si creen que eres alguien incómodo que solo viene a hacer preguntas, te dirán que no saben nada, que estás en el lugar equivocado. 

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